Somos dueños de un país cuyo territorio cubre 640.283 km2, de los cuales 92% es marino. Bordeando tal territorio se extienden 1.412km de bellas playas, ensenadas, golfos y bahías; cuyo valor en el mercado internacional alcanza US 4,236 billones de dólares, unos 2.118 billones de colones, producto de considerar solo el valor del primer kilómetro tierra adentro. Esta riqueza es manejada por empresas transnacionales, las cuales no dudan en pagar míseras granjerías de todo orden para garantizar su inversión.
No obstante estas realidades tangibles, nuestros gobernantes no han incorporado de manera racional estos recursos naturales al desarrollo nacional. Sencillamente se ha pasado por alto esa dimensión, así como las oportunidades que ofrece para el futuro la última frontera de la humanidad. Se ha dejado en manos de los gobiernos locales su manejo y las evidencias indican que los errores cometidos son de gran magnitud; irreversibles y muy contrarios al desarrollo sostenible.
Nuestra cultura ni siquiera ha profundizado históricamente en el significado del nombre de nuestro país. Por un lado la palabra costa indica que la realidad de nuestro pueblo está ligada a esa bella conjunción donde el océano besa el continente. Técnicamente corresponde a la región del territorio que va unos 20km tierra adentro, donde es palpable la mezcla de la sal del océano con el agua de los ríos; hasta el lugar donde la plataforma continental penetra en las profundidades marinas siempre en tinieblas. Esta amplia franja de tierra y agua, tiene un ancho medio de 40 kilómetros en el Pacífico y de 25 kilómetros en el Caribe, con insospechada cantidad de recursos marinos: minerales, energéticos, vivos, renovables e ir renovables, degradados y vírgenes algunos. Se ubica aquí la delgada Zona Marítimo Terrestre, o sencillamente el litoral, donde yacen las playas rocosas o de arena, los acantilados e islotes, los estuarios –o esteros-; de los cuales el Golfo de Nicoya y el Golfo Dulce son los más fieles exponentes, las desembocaduras de los ríos y todo tipo de humedales -grandes reservorios de vida estorbosos al pretendido desarrollo-, todo lo cual constituye la meta del dinero fácil para la inversión foránea.
Y la palabra rica -referida a la costa- no se refiere a las ilusiones que motivaron los dijes de oro que colgaban en los cuellos de los indígenas y que hoy algunos lucen en la Avenida Central. Es un potencial que no hemos incorporado a nuestra producción y desarrollo, suficientes para un desarrollo sostenido.
En un país ístmico los niños debieran conocer que es un delfín, una ola y una corriente marina, tan bien como conocen la importancia de los volcanes, el suelo y el café. Los jóvenes de las costas deben saber lo importante de los arrecifes, la vulnerabilidad de las especies que ahí habitan, lo frágil del manglar y del porqué no se puede construir a menos de 300 metros de la playa en un ecosistema tropical. Ellos en 25 años administrarán este país. Tendrán que enfrentar cómo darle techo, comida y trabajo a 15 millones de personas. Por ello tenemos la responsabilidad de abrir su mente a nuevos horizontes del desarrollo, garantizando desde ya la preservación del medio y sus recursos naturales.
Si nuestro pueblo y las inmigraciones continúan incrementando en progresión geométrica, pronto no habrá tierra buena que sembrar ni áreas de pastoreo. Es entonces que empezaremos a utilizar ese 90% de nuestro territorio, aquel gran desconocido para los viejos de hoy, el cual debemos confesar no hemos cuidado en tratados marítimos internacionales ni protegido de la contaminación.
Dentro de esta perspectiva de sostenibilidad, es preciso analizar acciones fundamentales del Estado y la empresa privada como motores del desarrollo costero. Y nada mejor que el caso Papagayo.
Ø La Contraloría General de la República indica que en los últimos diez años se han realizado erogaciones cuantiosas para obras de infraestructura y gastos operativos, cuyo monto podría alcanzar 25.000 millones de colones. Una suma que exige la mirada cuidadosa de quienes tienen la responsabilidad de supervisar los gastos del Estado.
Ø Privilegios, exoneración total de impuestos, bienes a perpetuidad, entrega de servicios públicos, crédito estatal ilimitado, obligación de las instituciones públicas de suministrar agua, electricidad, telefonía y redes viales; son algunas concesiones inaceptables para nuestro pueblo establecidas en la normativa que rige el polo de desarrollo.
Ø Efectivamente el modelo papagayo se gesta en 1982 con la ley 6758 y es notorio que a lo largo de sus documentos estratégicos palabras claves como: daño ambiental, contaminación, responsabilidad ambiental, disponibilidad de agua potable, capacidad de carga o fragilidad ambiental; esenciales en la planificación del desarrollo costero que debiera caracterizar una obra de esta envergadura, están ausentes. Sin mayor reparo, estas variables ligadas al desarrollo responsable y serio, son ajenas a un modelo visto tan solo como fuente de grandes negocios con tierras de todos.
Ø Bahía Culebra, corazón del proyecto, otrora paraíso marino pletórico de vida y con el mejor arrecife del país, se encuentra amenazado por los impactos combinados del hotel Allegro Papagayo –de ingrata memoria- y por la marina del mismo nombre, colindantes con el arrecife. Corrientes marinas alteradas, flujos de sedimentos, arenas y lodos, ponen en evidencia que la legislación y sus actores han quedado cortos en la protección de valiosos recursos costeros. Y se ha llegado a la praxis en servicios estratégicos como el agua, de extraerlos desde comunidades vecinas, menospreciando los intereses locales.
Ø La iniciativa se aprobó hace 20 años pues ofrecía generar empleo y riqueza nacional. Solo que los empleos son de mucamas y la riqueza de unos pocos inversionistas, sin que el derrame incae llegue a la población. Pero se obliga a la banca estatal y a las instituciones de servicio público, donde también están los amigos, a financiar la infraestructura. Misma que se vende como parte del paquete que se ofrece al capital internacional.
Esta evaluación nos permite orientar una solución de fondo que permita lograr armonía y sostenibilidad en las decisiones políticas. Es urgente llevar a cabo una revisión profunda de la normativa nacional sobre el manejo y administración de la zona costera, incluyendo la Ley de La Zona Maritimo Terrestre, La Ley Orgánica del Ambiente, Ley de Parques Nacionales, Ley Papagayo, decenas de Decretos Ejecutivos y Ley de Marinas, entre otras. Se trata de la obligación inmediata de ordenar el uso de la zona costera en la acepción referida. No se pueden seguir aprobando leyes como la pretendida Ley de Marinas y Atracaderos Turisticos, con el propósito tan solo de facilitar las inversiones foráneas en la zona costera, violentando inclusive normas que establecen algunos controles sobre la misma región espacial. Un proyecto de ley que se aprovecha –por un lado- de la gran confusión e ignorancia de nuestros legisladores y –por otro-, de la falta de entendimiento sobre el manejo apropiado de estos frágiles ecosistemas, destinados a desaparecer en pocos años si no hacemos un alto en el camino y ordenamos nuestro país en este campo estratégico.
La fuerte inversión internacional, la generación de empleo y la rapidez del trámite administrativo para los inversionistas; son aparentes razones para aprobar esta nociva ley. Pero es en el fondo un intento adicional para ejercitar el modelo de desarrollo de la zona costera version papagayo. Por el contrario, el modelo que se debe impulsar debe asentarse sobre el raigambre social de estas comunidades, facilitar la apropiación y el manejo responsable de los recursos marinos, propiciando el turismo rural ecológico. Y desde luego la inversión foránea puede ser importante, pero enmarcada en normas de proporcionalidad y genuino esfuerzo nacional. Jamás en el desplazamiento y el menosprecio social de quienes son también hijos de esta tierra.
En estos momentos del desarrollo costero caótico, el país requiere de un análisis pausado y serio de los proyectos que comprometen los recursos marinos por varias décadas o a perpetuidad. Es preciso primero sentar sólidas bases para que el desarrollismo no termine ahogando las comunidades. Una pausa es también prudente para la prometedora empresa turística nacional, la cual no puede resisitir el paso acelerado de la gran competencia foránea. El problema en la zona costera no es el empleo, es dignidad laboral e igualdad de oportunidades en un crecimiento razonable también para nuestros capitales criollos. Es progresar en armonía con el ambiente y con el vecino. Es generar riqueza para todos y para todas con dignidad; y de ser posible, con una fuerte participación comunal.